CAPÍTULO 5 DE JUAN TACONES
Conociendo
la historia contada y cantada de Alcalá.
Registro 76. CEIP San Mateo
JUAN TACONES
Capítulo 5: Las falsas promesas y el sillón de plomo.
“¡Qué más da la escuela, si he logrado triunfar!” Pensó
Juan. “¡Qué feliz se podrá mi madre cuando sepa que ya soy un
gran bailaor!”. Allí estaba Juan Tacones, con los ojos abiertos
como platos, sentado en un magnifico sillón del lujoso edificio al
que lo habían llevado aquellos elegantes señores. El resto de la
mañana la pasó esperando a que volviesen sus dos acompañantes,
seguro de haberse convertido en un gran artista como le había dicho
su tío.
En ocasiones, las personas pensamos que ya lo sabemos todo y que las
metas importantes se pueden conseguir sin esfuerzo. Llegamos a creer
que hay atajos para lograr los sueños y que la suerte nos puede
sonreír sin más. Estas creencias son muy traicioneras porque hace
que las personas se confíen y no trabajen para alcanzar sus metas.
Además, cuando caemos en estos engañosos pensamientos, solemos
despreciar los buenos consejos de las personas que de verdad nos
quieren. Algo así fue lo que le ocurrió al joven Juan.
“Si no llego a casa antes de almorzar, mi madre descubrirá que
he vuelto a faltar al colegio.” Salió del edificio y a toda prisa
se fue a su casa.
A partir de entonces y sin que nadie lo viese, día tras día
dirigía sus pasos, su ilusión y su esperanza hacia el mismo
edificio, creyendo que sería entonces cuando lo recibirían los
señores que le habían prometido, con palabras únicas, su propia
escuela de baile. Según pudo enterarse, aquel edificio resultó ser
la casa consistorial del pueblo, lugar en el que cada día lo
esperaba el mismo sillón.
“¡Leeecheeee, fresquita del díaaaa!” Pregonaba la lechera con
su cántaro en el cuadril y las monedas sonándoles en la
faldriquera. La gente iba y venía con talegas en las manos.
Entraban y salían de tiendas y bares. Escaparates de mil colores
donde todo se podía comprar. En aquellas calles del centro del
pueblo todo era abundancia. La barbería de La Plazuela atestada de
señores que hablaban y hablaban seguros de sí mismos. “¡Pa
hooooyyyyyy!” vociferaba otro mientras cruzaba la calle cargado de
colgantes en el cuello, de donde pendían los deseos y esperanzas de
todos los que se acercaban a comprarle un cuponcillo. Juan no
entendía cómo había podido perderse todas aquellas maravillas
durante los años que vivió en el bosque. “¡Aquí hay de todo! Y
de todo le podré comprar a mi madre en cuanto esos dos amables
señores me reciban en su despacho.” Soñaba Juan cada día de
camino al ayuntamiento.
En cuanto llegaba al ayuntamiento se sentaba en el sillón a
esperar. Tantas horas pasó allí sentado que, del mismo modo que no
se entendía la habitación sin aquel sillón, tampoco llegó a
entenderse el sillón sin Juan. Mueble y niño, niño y mueble, se
convirtieron en una misma cosa. Así, la gente que por allí pasaba,
al igual que ignoraban al sillón, ignoraban a Juan. Nadie lo miraba
siquiera. Nadie, excepto un hombre del grupo de jornaleros gitanos
que entró en el ayuntamiento el día de cobro. Con cara de pocos
amigos y mirada desconfiada, aquel fijó los ojos en los zapatos de
Juan. Mientras las demás personas iban de un lado a otro cada cual
a lo suyo, el gitano, inmóvil en la sala, había clavado la vista en
Juan. Al joven se le heló la sangre ante aquella figura que lo tenía
enmarcado con la mirada desentendida del resto del mundo. Momentos
después había desaparecido; ya no estaba allí.
“¡Van a dar las 2 de la tarde! ¡Me tengo que ir corriendo antes
de que mi madre me eche en falta!” Y Juan abandonaba de nuevo el
sillón de la espera infinita para volverse a toda prisa, cargando
con una enorme tristeza por no haber podido hablar con los señores.
Un día más tendría que esperar antes de poder contarle a su madre
todo lo que le estaba pasando.
Así se repetía una y otra vez. Apenas terminaba de desayunar se
despedía de su madre y se marchaba. Tan temprano era cuando Juan
salía a la calle que, ni siquiera, los basureros habían pasado
arrastrando las negras espuertas con las que recogían las bolsas de
basura de las casas. Horas después volvía, cada día más triste y
hundido que el anterior. Con el paso del tiempo iba desapareciendo el
encanto de los ojos de Juan Tacones. Ya no le sorprendía el ajetreo
de aquellas calles bulliciosas. Ni el escaparate de Los Hernández,
ni el espigado hombre de pelo cano que pregonaba los deliciosos
barquillos del aricuquis, ni las risas de las alegres aceituneras que
volvían del almacén de la calle Nueva, cada una con su latita de
cisco en la mano, le encendía el rostro al desencantado Juan.
Aquella abundancia que tanto le sorprendió días atrás, ya no le
llamaba la atención.
El aspecto de Juan Tacones no era el mismo; no era el del niño
enérgico y alegre que todos conocían. Juan estaba apagado. Su cara
no tenía color; estaba pálida y los ojos transmitían tristeza y
desilusión. Dolorcita, muy preocupada, le había pedido a su hermano
Manuel que buscase el motivo de la enorme pena en la que estaba
hundido Juan. Así, una mañana el tío se dispuso a seguir los pasos
de su sobrino para averiguar qué le ocurría. En cuanto lo vio allí
sentado con la mirada perdida, lo entendió todo. Manuel se plantó
frente a Juan y con voz cariñosa se dirigió a él.
- ¿Cuántos días llevas aquí sentado?
- Llevo faltando a la escuela más de un mes y todos los días
los he pasado aquí. ¡Tío, este sillón parece que me devora! ¡Que
me quita la alegría y la ilusión!
- ¡Esos logreros engreídos te están haciendo perder el
tiempo! ¡Los jóvenes confiáis rápidamente en cualquiera que os
deslumbra con falsas palabras! No deberías hacer caso de los que se
acercan a ti con magnificas fachadas y con promesas gratuitas.
Normalmente buscan su propio beneficio a costa de jóvenes llenos de
ilusión como tú.
- Llego a creer que era mucho más feliz cuando vivía en
Oromana. Allí tenía todo lo que necesitaba. No había tiendas, ni
lujosos escaparates, ¡pero era feliz, tío!
- Deberías continuar tu camino y seguir buscando a los sabios
que te enseñen a controlar al duende de tus zapatos. Mirar hacia
atrás y esperar a que se cumplan sus falsas promesas te ha
convertido en una estatua de sal. Esos logreros no te darán lo que
te prometieron. No son sabios; son oportunistas que se quieren
aprovechar de ti vaciando las ilusiones de tu corazón y acabando con
tu capacidad de soñar cosas bellas. Absorberán hasta la última
gota de tu valiosa juventud y solo te tendrán a su servicio.
- ¡Claro tío, ahora entiendo el mensaje de lo que canturreaba
Platero cuando nos alejábamos!: “El que obra malamente tarde o
temprano se ve aborrecido de todita la gente”. Lo decía por esos
señores que me estaban engañando.
Bajo los mandarinos que había en la plazita, el grupo de gitanos se
encontraba frente a la “Casa Paulita”, después de salir del
ayuntamiento de cobrar la paguita. Calentados los bolsillos por los
jornales recién cobrados, alegraban sus gargantas y ánimos con
algunos cantecillos. En medio del corro de palmeros, la gitanilla su
cuerpo movía mientras cantaba por alegrías Manolito el de María.
El tío Manuel señaló al grupo de gitanos que jaleaba su felicidad
en la plaza del Duque. Cuando Juan cruzó la mirada con ese tal
Manolito el de María, ambos fijaron sus ojos. Aquel hombre cantaba y
lo miraba sin pestañear. “Lo ves, Juan.” Dijo su tío. “Ahí
lo tienes. ¡Fíjate como te mira! Te ha visto y te ha clavado la
mirada. Él sí es un verdadero sabio”. Ya los zapatos de tacones
lo arrastraban hacia el corro. Tampoco ahora Juan era capaz de
controlarlos. Aquel cante no era ninguno de los que había aprendido
con Talega y Platero.
- ¡Echa pa ya, niño! ¡Tú no eres hitano!
- Pero es que yo…
- ¡Ni pero ni ná! Mu fino ereh tú pa entedé ehta alegria de hitano!
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